Una vez dentro te envuelven montañas de libros y una animada música proveniente de un viejo tocadiscos. Al adentrarte descubres dos escaleras: unas que suben y otras que bajan.
Primero tomé las que bajaban y debí caer por la madriguera del conejo. Los libros iban desde el suelo hasta el techo, trepando por las paredes como una enredadera, distintos pasadizos aparecían ante mí: uno me condice a una bodega aparentemente normal, salvo por el hecho de que en lugar de almacenar vino contenía más libros; el siguiente me condujo a un conjunto de cuevas y recovecos que parecían ser el escondite de algún niño perdido: dibujos colgados de las paredes, una tienda india llena de peluches y cojines... Por último un espacioso salón te invitaba a coger un café y perderte en su aroma y en la música de murmullos.
Una vez regresado de Francia, deseosa de hallar más rincones de fantasía, dos paredes cubiertas por completo de hiedra prometen llevarte al jardín más bonito que existe, aunque al final resultaron ser los baños.
Tristemente, abandoné este paraje sin libro alguno, sin embargo sí me llevé la sensación de haber descubierto un lugar al que volver y escapar.





